11 octubre 2006

Lito el tanguero



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Lito me ofreció unas servilletas. No sé por qué no hizo la menor mención sobre este único aspecto mío, de perro realengo y desmoronado por la lluvia, pero lo de las servilletas era suficiente mención para no importunar con curiosidades vanas al cliente, que al fin y al cabo era el que mantenía el lugar abierto. De todas maneras yo le explicaba, por aquello de no perder mi muy ponceña manía de las excusas, entre incoherencias, cómo me había mojado, la lluvia, eso de que en el sur el clima era una sorpresa, entre sus -júm, ajá-. Estaba mojada hasta los huesos. Caminó hacia mí, a pesar de sus años, con la sutileza (debo decir agileza) de todo un tanguero. Su ritual común: besarme la mano, ofrecerme lo mejor de la mesa y terminar mandando a su mujer que me sirviera una cerveza pues de apetitos comunes no padezco. Más bien me considero una abstemia de la comida. Me habló de ciertos temas dispersos y desapareció en la cocina preparando algo de comida para los que si llegasen con hambre del algo. No sé si consideraba que la mía era diferente, pero supongo que si lo comprendía se lo callaba muy bien. Mientras, tomando mi cerveza helada se me ocurrió pensar en los muchos que como él, inmigrantes que poblaron esta ciudad, olvidaban la trayectoria de sus propios demonios. Quizá creaban sus propios infiernos, o hacían residencia por pura genética con la ciudad, este purgatorio transitorio que significó para muchos extranjeros la ciudad señorial. Apareció Lito otra vez y me habló de Argentina, de los desaparecidos, de la política y de la pobreza. Todo porque le pregunté. Preguntar es un defecto hereditario del cual no he podido desprenderme aunque lo desease. Así encontraba al viejo pícaro, saltando de lado a lado a cada pregunta, a ver cómo se las ingeniaba para escapar de la nostalgia. Yo no soy saltarina como Lito. Yo soy Segismundo. Por eso abrí en una de las escapadas de mi viejo amigo de ojos melancólicos la mochila encontrando ese papelito floreado, marcado de errores, siniestro y tentador. Y lo leí con más claridad. Sí, el recital. Asistiría, ¿por qué no? De todas formas aquellos eran entremeses gratuitos. He conocido verdaderos genios en el arte de perseguirlos a través de las actividades culturales de la ciudad. Yo sólo era una aficionada. Lo mío era falta de verme no haciendo nada.

(fragmento de Marcolungo, inconclusa e inédita, Sonia Marcus Gaia, 1999)

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