06 enero 2007

Crónicas marcianas: Fin del cuento de Pinocho: el día en que Chile despidió al inefable

Por Eduardo Asfura Insunza
Especial para La Casa Naranja
desde Santiago de Chile

A las 14:15 del domingo 10 de diciembre de 2006, hora en que la mayoría de los chilenos hace la sobremesa (con singular acierto, un par de ellos escucha un disco de Víctor Jara tras haber almorzado curanto, un delicioso plato típico), el general en retiro y ex dictador Augusto Pinochet Ugarte muere de un infarto al corazón. De inmediato, un grupo de damas pinochetistas asegura que el órgano le falló porque lo tenía muy grande, mientras que algunos detractores reaccionan sorprendidos: ¿un infarto al qué?, se preguntan.

En menos de una hora, el país muestra su división y toma partido. Cerca de tres mil personas se agolpan en las afueras del Hospital Militar de Santiago, gritando consignas de apoyo a la figura del ex general y exigiendo que todos compartan su dolor. Para facilitarlo, hay quienes lanzan golpes y patadas a los periodistas nacionales. Aunque la prensa extranjera aún no llega, los enviados españoles se perfilan también como privilegiados candidatos a compartir el dolor pinochetista.

En Plaza Italia, en tanto, una cifra similar de chilenos muestra la otra cara de la moneda, descorchando botellas de champaña y marchando hacia la ídem. Al llegar a la Plaza de la Constitución, frente al histórico palacio, el grupo es detenido por la policía, que tiene instrucciones de impedir el acceso a la casa de Gobierno en este día. La mayoría de los ciudadanos conserva la calma y continúa demostrando su contento a prudente distancia de la sede del Ejecutivo. Sin embargo, un par de sombras esmirriadas se desprenden del pacífico grupo y comienzan a romper un paradero de buses y lanzar piedras. Se les suma otra veintena de esperpentos y comienza el ballet con la fuerza pública. ¿Quiénes son? ¡Los encapuchados, claro! Los simios quemadores de libros. Los hijos no reconocidos de Pinochet, que rinden un postrero homenaje a las tetas del “tata” y a la mala leche que les hizo mamar su modelo. Se producen escenas de violencia y los medios disfrutan con el espectáculo afrodisíaco. Durante toda la tarde del domingo, el encuadre de las transmisiones televisivas es una metáfora del espíritu nacional: a la izquierda de su pantalla, la catarsis de un pueblo que esperaba algo mejor que la justicia divina, pero que aun así celebra la muerte del tirano; a la derecha, en tanto, la derecha que llora su hipo de sangre.

Pregunta que flota en el aire: ¿tendrá Pinochet un funeral de Estado? ¡No faltaba más! ¡Sí, faltaba más! Ya pues compañera Bachelet, aclárenos la cosa. ¡Silencio, silencio, que va a hablar Lagos Weber! Aparece el ministro vocero de Gobierno, con su porte de mocito letrado y andar irrefutable. Se rasca la barbita y anuncia: “al César lo que es del César, cruz pal’ cielo y cuchillo de palo. Al caballero lo van a despedir los militares, con la presencia de su jefa, la ministra de Defensa Viviane Blanlot”. No more questions. Plano general a las afueras del Hospital Militar. El pinochetismo ruge. Sus filas esperaban honores de presidente: ¡Esta es la venganza del comunismo internacional! ¡Hasta cuándo con sus odiosidades de mal gusto! ¡Humanoides que no respetan ni siquiera la memoria de los muertos! ¿Alguien dijo muertos? Sí, pero no ESOS muertos, niña.

Frente a la turba pinochetista, un grupo de trabajadores de una construcción despliega un lienzo desde las alturas, con la leyenda “Asecino”. La falta (¿de respeto? ¿de ortografía?) indigna a la multitud. Una joven destaca furibunda, corre hasta el primer piso del edificio y las emprende a patadas con la sala de ventas. Tras romper los ventanales y muebles del inmobiliario, Luz Guajardo, ardorosa muchacha en cuestión, declara sentirse “cansada de las faltas de respeto”. Su acompañante en tanto, un jovencito calvo, de botas militares y suspensores caídos, enfrenta a las cámaras de televisión agitando frenéticamente el brazo derecho. Aunque insiste en saludar a un 3° Reich imaginario, la policía ni siquiera lo involucra en los destrozos, rogándole que se vaya para la casa.

Se preparan las exequias. Velatorio público en la Escuela Militar. El diputado Iván Moreira (UDI), viuda subrogante del dictador, hace un llamado a todos los chilenos “bien nacidos” a despedir al general en retiro. Él no habla de “general en retiro”, claro, sino de “presidente”. Tras sus dichos, una considerable cantidad de bien nacidos – entre 30 mil y 60 mil, según la procedencia del cálculo – hace fila durante toda la noche para ver el rostro azulado de Pinochet tras la vitrina postrera. La devoción se huele en el aire ¿No irá a venir un desadaptado a hacer algo indebido? ¡Se te ocurre, mija! ¡Ni que estuvieran locos esos comunistas para arriesgarse a un linchamiento! ¡Es que son tantos los que no entienden la obra del general! Proféticas palabras. Uno de esos incomprensivos se infiltra en el grupo, espera en la hilera hasta las dos de la madrugada y logra llegar al féretro. Se detiene frente al vidrio, carraspea y lanza el escupitajo guardado por años. Es Francisco Cuadrado Prats, nieto del ex comandante en jefe del Ejercito, Carlos Prats, a quien la dictadura asesinó junto a su esposa en Buenos Aires, por su lealtad a Allende. Tras el salivazo al féretro, Francisco es agredido por algunos pinochetistas, pero finalmente es sacado por la guardia militar sin mayores lesiones del recinto.

Martes en la mañana. Los matinales sorprenden con una información increíble: las últimas palabras de Pinochet. Rodeado de su esposa Lucía y de cuatro de sus cinco hijos (Marco Antonio no alcanzó a llegar), el ex general habría dicho “Luci...” antes de expirar. Chile entra en un nuevo debate: ¿Lucía? ¿Lucifer?

Se acerca la hora del funeral y los rostros de la farándula pinochetista empiezan a mostrar los dientes. Augusto Pinochet junior es enfático: “si mi padre no va a recibir honores de ex presidente, que la ministra Blanlot mejor ni se aparezca por la Escuela Militar”. A sus espaldas, un grupo de señoras repite con entusiasmo: “¡que ni se aparezca!, ¡que ni se aparezca!”. En su algarabía, olvidan un detalle: los militares, al igual que los demás integrantes de las Fuerzas Armadas, son funcionarios públicos, que trabajan para el Estado y reciben un sueldo como todos los chilenos. Así que la jefa indiscutible es - mal que les pese a las damas vociferantes - la mentada francesita Blanlot. ¿Y si la exiliamos a la isla de Elba?, insiste una dama despistada.

Once de la mañana. Se inicia el funeral. Escuela Militar de gala, familia Pinochet en pleno (menos uno, se entiende), el patio lleno de militares formados, el sol pegando como nunca y un caballo de la escolta que se acaba de cagar en cámara. Todo listo y dispuesto. Va a empezar la ceremonia y se hace un silencio. Pero inmediatamente se deshace. ¡Es que ahí viene la infeliz esa! ¡Ándate de aquí, comunista! En realidad no es comunista, sino socialista. Y trae dos comandantes en jefes de las Fuerzas Armadas a cada lado. ¡La puta que la parió! ¡Si hasta parece blindada! La ministra se dirige inconmovible a su silla, mientras la prensa pone el acento en una decena de vocingleros que la abuchea. El cura pide silencio y ahora sí que empezamos.

Discurso. Discurso. Discurso. Ya, ahora le toca a la hija. Listo. Que pase la nieta. Dele no más. Ahora el hijo. Ya. ahora anda tú. Se oyen frases de antología: “la valoración histórica de los grandes hombres”,“el cáncer marxista que quería destruir a la patria”, “los jueces bestiales que le persiguieron en la hora postrera de sus días gloriosos”. Ya. Ahora va a hablar el otro nieto, Augusto Pinochet Molina. Listo. Ese que es capitán de ejercito. Póngale wendy molinita: “Marxismo”, “Allende”, “Patria”; “Prócer”, “Héroe”, “Historia de Chile”. ¿Resultado de su intervención? Aplausos de la fanaticada. Ceño fruncido de la ministra Blanlot. Ceño fruncido del Comandante en Jefe Oscar Izurieta. Ceño fruncido del propio Pinochet Molina, pero dos días después, cuando le comunican su expulsión del Ejercito, por las apasionadas e inoportunas opiniones políticos que le dedicó a su abuelito, vistiendo traje militar, en un recinto militar, delante del alto mando y de la prensa de todo el mundo. “Si serás”, diría el chavo del ocho. Pinochet Molina se limita a declarar que “igual ya no me sentía cómodo en el Ejercito” (“ni modo que ni quería”, el chavito otra vez). Las Últimas Noticias, el diario chileno de farándula titula al día siguiente del discurso: “La irrupción de Pinochet III”.

Pero no será el único Pinochet que despreciará el protocolo. Su padre y su tío, es decir, los dos hijos hombres del dictador, se acercan al féretro y depositan la banda presidencial en la cubierta. Ahora sí que el difunto está listo para “asumir la presidencia del infierno”, como diría el escritor mexicano Carlos Fuentes, al enterarse de la muerte de Pinochet. Tras el funeral, la comitiva se dirige al suroeste de Santiago, al pequeño pueblo de Concón, donde los restos del dictador serán convertidos en cenizas, según su expresa voluntad. ¿Se trata de una última previsión del ex general? ¿Es parte del lobby para ser recibido de mejor forma en su nueva morada de llamas? Vaya uno a saber. Al país le queda más bien una sola preocupación, expresada de forma incomparable por Patricio Fernández, director de The Clinic, en el título de la editorial sobre la muerte del dictador: “¿Muerta la perra, se acaba la leva?”(1).

1) Para quienes no conozcan detalles de la historia chilena reciente, la expresión de Fernández es una sarcástica alusión a la frase dicha por el propio Pinochet, durante el ataque a La Moneda, el 11 de septiembre del ‘73. Refiriéndose al presidente Allende y su valerosa resistencia al interior del palacio de Gobierno, Augusto Pinochet sentenció por radio: “matando a la perra, se acaba la leva”.

2 comentarios:

Rey Andújar dijo...

la noticia de la muerte de pinochet me agarró en un aeropuerto atestado de soldados marchándo hacia irak. pensé en la ironía de la vida, en un café en starbucks y en una mejicana muy linda que estaba a mi lado...
me encantó la foto del perro sato, o de los dos perros?
r

Sonia Marcus Gaia dijo...

El amigo que escribe la crónica fue el primero que nos mandó las noticias. Estuvimos por horas escuchando la rock and pop de Chile riéndonos de la forma cínica, parafraseada, metafórica en que se diluían las canciones más emblemáticas con la verdadera matriz del mensaje. Era un acto de celebración. Música, Plaza Italia llena, los clásicos encapuchados, el escupitajo del nieto de Pratts, la perorata del nieto de Pinochet, la barba de un amigo que pasó a mejor vida en promesa por una muerte esperada y anunciada.

Ya sabes, muchos son los nexos con tantos chilenos que dejamos allá y que siempre están con nosotros en mente, corazón y espíritu. Pero más aún es el reconocimiento del "realengo", del no pertenecer a ninguna parte y pertenecer a todas. Tú sabrás mejor de ello. Así la foto del post anterior tiene también a este realengo de culito parado, orgulloso y excéptico, rumbo otra vez a la ciudad. Para mordisquearla y poseerla, para desecharla y largarse, para regresar y orinarla, para dormir en paz. Utopía de perros, como la mía.

muchos abrazotes, don rey, cuídeseme lo suficiente como para portarse mal.

s.